La primavera árabe centró la atención del mundo durante todo el año 2011.
Esto es lógico, pues en la política internacional no hubo precedente cuyas consecuencias fueran tan multifacéticas y traspasaran tanto las fronteras de la región.
El proceso, iniciado a finales del 2010, provocó el cambio de regímenes en cuatro países (Túnez, Egipto, Libia, Yemen). Al mismo tiempo, afianzó el aspecto político del islam, propició la competencia entre las potencias regionales en la que se combinan las ambiciones geopolíticas y la oposición interconfesional entre los sunitas y los chiítas, motivó la revalorización del papel de la OTAN. En fin, volvió a plantear la cuestión de la democratización como medio para resolver problemas y de la esencia de la democracia en el mundo contemporáneo.
Los países que se vieron en el epicentro (excepto Yemen) de los sucesos no pertenecen a los más pobres y atrasados, por lo cual no se puede atribuir las convulsiones a las causas meramente económicas. Los modelos autoritarios que no sufrieron cambios desde los mediados del siglo XX fueron considerados como los únicos posibles para Oriente Próximo durante mucho tiempo, pero los últimos decenios mostraron que no son otra cosa que un anacronismo. Tanto más que la revolución mediática dio a las masas árabes el acceso a las experiencias internacionales. Y estas masas llegaron a representar una parte de la sociedad bastante numerosa como para provocar cambios.
Su legitimidad es el aspecto clave. Así, las monarquías conservativas del Golfo Pérsico, donde la ley prevé el traspaso del poder del padre al hijo, apenas quedan afectadas. Mientras tanto, las repúblicas autocráticas, donde los presidentes elegidos formalmente se disponían a transferir el poder a sus hijos, no soportaron la disconformidad de las masas.
En Egipto y Túnez, donde este año ya se celebraron las elecciones, los paridos orientados al islam político, han cosechado mucho éxito. En Libia, Yemen y Siria, donde por ahora los comicios no se celebraron, la actividad de los islamistas va creciendo. No es para asombrarse: tras varios decenios de gobernación de una persona o, en el mejor de los casos, de un solo partido, no queda otra base para la consolidación.
La democracia seguirá desarrollándose en Oriente Próximo sólo a condición de que, además de los partidos islamistas, aparezcan los laicos, y las corrientes religiosas predominantes se muestren interesadas en crear institutos modernos. De lo contrario, la primavera democrática legitimará un nuevo modelo antidemocrático, esta vez, el islamista.
La lucha por el liderazgo regional la encabezan dos monarquías: Arabia Saudita y Qatar. Gracias a sus esfuerzos, la Liga Árabe, siempre calificada como un club de dictadores, se convirtió en un instrumento de cambio de regímenes (a excepción de Bahréin, cuando la injerencia de los sauditas ayudó a aplastar el movimiento chiíta de protesta) y de justificación de intervenciones (la operación de la OTAN en Libia fue realizada, en buena medida, gracias al apoyo de potencias árabes).
La combinación de los tres procesos -la competencia entre Arabia Saudita e Irán, la oposición interconfesional entre los chiítas y sunitas y la creciente preocupación internacional por el programa nuclear de Irán- genera una situación nueva. El riesgo de una operación militar en 2012 se incrementa, entre otras cosas, debido a la coincidencia de los intereses objetivos de países tan diferentes como Arabia Saudita e Israel, y todo esto en el contexto de la campaña electoral en EEUU. En el conflicto en torno a Siria se promueve al primer plano el elemento chiíta iraní: la presión del mundo árabe sobre el régimen alavista sirio parece cada vez más una guerra subsidiaria contra Irán.
La intervención de la OTAN en Libia ha mostrado, primero, que la adaptabilidad operacional de la alianza es bastante limitada, y además, que esta organización no es tan cohesionada como antes. Sus operaciones parecen no tanto una acción de la OTAN sino la de ciertos países que actúan en sus propios intereses. Francia y Gran Bretaña sacaron provecho de su liderazgo en la campaña, mientras que EEUU ensayó en la misma el protagonismo europeo.
Resumiendo los resultados del año 2011, es difícil decir algo concreto sobre el destino de la democracia. La operación libia empezó oficialmente como imposición de una zona de exclusión aérea sobre el país magrebí “para ayudar a proteger a los civiles”. Pero en realidad fue una operación para reemplazar el régimen. Los bombardeos presentados como apoyo a las fuerzas democráticas, que fueron una de las partes de la guerra civil de la que hasta aquel momento no se sabía nada, representó un hecho escandaloso, independientemente de nuestra actitud hacia el régimen de Gadafi.
Los conceptos de democracia y ayuda humanitaria ya iban perdiendo su original contenido noble y desinteresado, convirtiéndose en una herramienta cínica desde hace 20 años, y esta transformación alcanzó en Libia su apogeo, desacreditando dichos conceptos.
A pesar de ello, la democracia, o más bien la idea de la necesidad de alternancia del poder e inadmisibilidad de su extensión ilimitada, ha echado raíces por todo el mundo. Las intenciones de los líderes de Egipto y de Libia de transferir el poder a sus hijos, provocaron indignación y protesta pública. Algo semejante, aunque en formas distintas, ocurrió en otras partes el mundo. Por ejemplo, en las recientes elecciones en Transnistria la población se negó a votar por el gobernador que llevaba ya muchos años en el poder, ni por el candidato prorruso. El mismo fenómeno se observa en Rusia, donde el ambiente político ha cambiado tras la decisión de Vladimir Putin de volver a postularse para la presidencia.
Aunque la imposición la democracia surte un efecto contrario, resulta imposible ya contener el deseo de la población de expresar su opinión política. Pero este progreso no se debe tanto a los procesos del año 2011, sino a los operados en los 20 años después de terminada la Guerra Fría y de la desintegración de la URSS.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI
* Fiódor Lukiánov, es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global. Es autor de comentarios sobre temas internacionales de actualidad y colabora con varios medios noticiosos de Estados Unidos, Europa y China. Es miembro del Consejo de Política Exterior y Defensa y del Consejo Presidencial de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Rusia. Lukiánov se graduó en la Universidad Estatal de Moscú.
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