Hace 20 años, el 8 de diciembre de 1991, los líderes de las repúblicas eslavas de la URSS, Rusia, Ucrania y Bielorrusia, firmaron el acuerdo sobre la disolución de la Unión Soviética.
Las repúblicas proclamaron su soberanía, acabando con el Estado que de facto se extinguió antes. Sin embargo, la legitimidad de aquel acto y la nostalgia por la URSS siguen centrando las numerosas discusiones públicas en Rusia.
El 20 aniversario de la desintegración de la URSS despertó una ola de discusiones más enérgicas que los aniversarios anteriores, hace 5 ó 10 años. Parece una paradoja, ya que con el correr del tiempo las emociones deberían ceder lugar a un análisis objetivo. Tanto más que el pasado soviético deja de ser una herramienta funcional que tenga alguna aplicación para la construcción del futuro.
El aniversario del desmoronamiento de la URSS ha puesto de relieve una vez más la profunda diferencia entre Rusia, por una parte, y las demás ex repúblicas soviéticas, por otra. En Rusia la desintegración de la URSS se percibe como una pérdida: algunos la comentan con tristeza, otros, con malicia.
En las ex repúblicas soviéticas, a las que hasta ahora se suele mencionar como nuevos Estados independientes, este hecho, al revés, lo enfocan como recuperación de su identidad nacional, su renacimiento.
Esta diferencia conceptual ha existido siempre, pero ahora tiene un significado especial para Rusia. El énfasis en los efectos destructivos del colapso deja una impronta en la evolución de las instituciones públicas. Aunque hoy es obvio que nadie tiene ganas, ni capacidades de restablecer la URSS.
La nostalgia por el Estado perdido refleja, ante todo, la falta de una alternativa conceptual a la formación político-social desaparecida. La revolución anticomunista de comienzos de los 90, ideada para reprobar el modelo soviético ante la sociedad de una vez para todas, se ahogó muy pronto.
Primero, no había un sistema de argumentación coherente y convincente, que se pudiera inculcar en la conciencia pública de una manera paciente, profesional, sin contradicciones internas.
Resultó que no era tan fácil pintar una imagen espantosa del pasado totalitario, desestimando los numerosos logros de aquel periodo, porque esta propaganda es deficiente por definición. Lo podemos observar hasta hoy, cuando en cualesquiera disputas públicas la apología pro soviética resulta más ventajosa y convincente que la demagogia antisoviética.
En segundo lugar, en algunas de sus manifestaciones la democracia real resultó tan repugnante que muchos optarían hoy por el socialismo real.
Para colmo, los nuevos dirigentes, al ganar la confianza pública, no tardaron en aprovecharla en sus propios intereses.
Las reformas de los años 90, con la privatización en primer lugar, alcanzaron su objetivo verdadero: ahora es imposible volver al modelo económico, y por lo tanto político, de la época soviética. Pero al mismo tiempo, los líderes rusos hacen uso abusivo de la nostalgia por la vida soviética como de una herramienta política (esta tendencia se perfiló ya bajo el gobierno Yeltsin, pero se afianzó y pasó a ser sistémica cuando Putin asumió el poder).
La desintegración de la URSS centrará la polémica pública hasta que salga a flote algún tema más sugestivo.
Pero por ahora no se vislumbra ninguno que pueda eclipsar la nostalgia por lo perdido. A la Rusia contemporánea le cuesta mucho todo lo que tenga que ver con los valores, así que es pronto todavía esperar que se forme una nueva plataforma ideológica.
Se puede avivar durante mucho tiempo el interés hacia la Unión Soviética, pero en este caso el abismo entre la discusión pública y las tareas políticas reales irá creciendo. El pasado soviético, cuanto desde más lejos se enfoque, tanto más falsos recuerdos va a generar, provocando reacciones públicas cada vez menos productivas y adecuadas.
Rusia, sucesora oficial de la URSS e imperio por su estructura, pese a ser tan diferente de las demás repúblicas ex soviéticas, no evitará recorrer, en parte, el camino que ya han atravesado estas repúblicas.
En la siguiente etapa de su desarrollo, Rusia deberá adquirir una identidad nueva, no soviética ni post soviética, es decir, cumplir una tarea que en uno u otro grado ya cumplieron las demás ex repúblicas federadas. Es inútil e incluso contraproducente volver a lamentar la pérdida de hace dos decenios.
Tanto más que de esta forma es imposible salir del círculo vicioso: los que están lamentando la pérdida de “un país verdadero” son la segunda generación de la élite que había condenado aquel país.
El papel clave lo desempeñó la Federación de Rusia: las Frentes Populares en las repúblicas bálticas o nacionalistas ucranianos nunca habrían logrado la secesión, si no hubieran sido apoyados por los demócratas rusos.
Cuanto antes Rusia se acostumbre a que es un Estado autosuficiente y no un recuerdo de lo que el viento se llevó, tantas más posibilidades tendrá para encauzar la energía de la nación en una dirección constructiva.
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* Fiodor Lukiánov, es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global. Es autor de comentarios sobre temas internacionales de actualidad y colabora con varios medios noticiosos de Estados Unidos, Europa y China. Es miembro del Consejo de Política Exterior y Defensa y del Consejo Presidencial de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Rusia. Lukiánov se graduó en la Universidad Estatal de Moscú.