“¿Cómo te va la vida, Svet?”, me preguntó mi amigo, a quien no había visto durante medio año, cuando nos encontramos para cenar juntos.
“M-mm, bastante bien”, le contesté tras unos segundos de vacilación.
“Qué va, no te creo”, dijo con una sonrisa.
Y me di cuenta de que tenía razón. A la pregunta “¿Cómo estás?” la respuesta típica rusa más común sería neutral o negativa tipo “así, así”, “soportable, gracias” o “todo bien, pero...” seguida por una serie de explicaciones de por qué la vida no va como debería. O mucho más frecuente los rusos, en particular yo, empezamos a quejarnos, tipo “ay, mira este tráfico (tiempo, crisis económica, problemas de salud), ¿como podría yo estar bien?”
Las quejas de cualquier cosa es nuestro deporte nacional. Los rusos somos “quejitas” increíblemente versátiles. Los gemidos se han convertido en nuestra identidad nacional. Algunos lo hacen para atraer atención y empatía, otros simplemente por costumbre. Siempre estamos descontentos de nuestros inviernos largos y veranos cortos, de nuestras carreteras, gobierno, policía, nuestros compatriotas, comida, de nosotros mismos y de nuestros familiares. Nos quejamos con gusto y pasión, casi con orgullo. Como si el sólo nacer en Rusia nos concedió el derecho inalienable a quejarnos de todo, en particular de las cosas que no podemos cambiar.
Y con ello, nos gusta bautizar de “robots” o “falsos” a los estadounidenses que siempre responden con un “¡Fantástico!” a la pregunta “¿Cómo estás hoy?”. Su percepción de la vida nos parece poco profunda y no auténtica ya que tratan de tomar las cosas con calma y optimismo, incluso en las conversaciones con los extranjeros. Creemos que mucho más natural sería quejarse constantemente.
Claro está que los estadounidenses también se quejan. En realidad, creo que son “quejitas” más esmerados y sistemáticos. Según lo he notado, en sus injurias los estadounidenses tienden a ser más directos y precisos: no les gustan ciertos aspectos de la asistencia médica, la política incorrecta sin iniciativa por parte de las autoridades respecto a ciertos asuntos socio-económicos, las desventajas en el sector de servicios, etc.
A lo mejor, el hábito de lamentar las cosas a base regular es parte de la naturaleza humana. El desencanto parece esencial para el mundo occidental, por lo menos cuando estamos sobrios (aunque varios tragos puedan convertir a algunos de nosotros en unos “quejitas” mucho más fuertes). Cuanto más tenemos en la vida, menos satisfechos nos sentimos.
Mi amiga parisiena, empresaria exitosa casada con un hombre no menos próspero, tuvo tres hijos uno tras otro y logró no sólo conservar su trabajo en medio de la crisis económica sino que ascender en cargo y salario. No obstante siempre anda quejándose. A veces se vuelve loca porque su empleador le retiró el coche de sus beneficios sociales. (Hay que mencionar que esta mujer y su esposo ya tienen tres coches propios.)
Los italianos se quejan virtuosamente. Los del sur se quejan de los norteños y viceversa, y a todos los italianos les encanta armar un escándalo a cada paso: por una pasta mal preparada y hasta por el general lo stato decadente delle cose – el estado decadente de las cosas.
Pero hay lugares donde las quejas no forman parte de la rutina diaria. Estoy escribiendo esta columna en un lugar remoto en el norte de la India, a pie de Las Himalayas, con vista al río Ganges. Llevo una semana de viaje aquí y todavía no he visto a ni un solo “quejita”, sea en diminutos poblados empobrecidos ni en medio de la espesa jungla de Las Himalayas.
“Al decir que esto debe o no debe ser así uno corre el riesgo de ser infeliz”, me dijo un gurú local (los asram, centros espirituales, con maestros de yoga son abundantes en esta área). De hecho, no he visto a las personas descontentas aquí, incluso en las condiciones cuando según pensaba deberían serlo al menos un poco. Parece que el aceptar a las cosas, al menos las inevitables, es idea básica, al igual que la responsabilidad por los pensamientos, palabras y acciones. Lo llaman karma, pero yo lo llamaría sabiduría.
“Cada vez que quieras quejarte, trata de ver la imagen más ampliamente y mirar a los que no están encima sino que debajo de ti. Y entonces te darás cuenta de que tienes que estar agradecido”, dijo otro maestro de yoga con el cual hablé.
A mí me parece justo. Como dice el proverbio: “Me quejaba de no tener zapatos hasta que vi a alguien que no tenía pies.”
*Svetlana Kolchik es directora adjunta de la edición rusa de la revista Marie Claire. Se graduó de la Universidad Estatal de Moscú, facultad de Periodismo, y la Universidad de Columbia, Escuela de Estudios Avanzados de Periodismo, colaboró para el diario Argumenti I Fakti en Moscú y el USA Today en Washington, con RussiaProfile.org, ediciones rusas de Vogue, Forbes y otras.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI
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