En los medios de prensa de Rusia y en el exterior todavía y con inusitada frecuencia, aparece la cara de Aung San Suu Kui, defensora de los derechos humanos de Myanmar, y emblemática líder opositora puesta en libertad después de 15 años de encarcelamiento domiciliario.
De cara al mundo occidental, los medios de comunicación han conseguido convertir, a esta mujer de 65 años en una santa de nuestra época, y casi la única esperanza para su país.
Por su puesto que junto a los europeos y estadounidenses, los rusos celebramos su puesta en libertad porque ningún inocente debería permanecer en prisión ni bajo arresto domiciliario sobre todo durante quince años, como el protagonista del “Conde de Montecristo”, la inmortal novela de Alejandro Dumas.
Y sin embargo, aunque están muy relacionadas entre sí, la política y la defensa de los derechos humanos son dos cosas bastante diferentes.
Aung San Suu Kui es la víctima principal del cruel régimen militar que permanece en el poder en Myanmar desde 1962.
En 1990, su partido político, la Liga Nacional para la Democracia, ganó las elecciones.
No obstante, la junta militar no aceptó los resultados de los comicios y mandó que Suu Kui fuera puesta bajo arresto domiciliario, donde permaneció, a excepción de breves pausas, hasta el pasado 13 de noviembre.
Pero hay que ser francos y reconocer que Suu Kui es más popular en Occidente que en su país natal. Sin lugar a dudas, una importante figura de la política nacional, pero en ningún caso la única esperanza de Myanmar. Una hipotética llegada al poder acabaría con el frágil equilibrio existente y para el pueblo birmano podría acarrear consecuencias inesperadas.
Por una parte, Myanmar es un país situado en la zona central del Sudeste asiático, tiene 47 millones de habitantes, goza de una situación geográfica estratégicamente ventajosa y limita con los países más importantes de la región: desde la India y China hasta Tailandia y Laos.
Por otra parte, la antigua Birmania es uno de los centros tradicionales de producción de droga, parte del famoso “Triángulo de Oro”. Merece la pena recordar que hasta el inicio de las guerras de Afganistán, precisamente este “triángulo” suministraba a los mercados internacionales de droga la mayor parte de la heroína mundial.
En el país se encuentran todavía etnias que permanecen en las etapas más primitivas del desarrollo de la civilización. En el siglo XIX, los monarcas locales seguían practicando sacrificios humanos. El país vive en un estado de latente guerra civil, debido a que los colonizadores ingleses, antes de abandonar el país en 1947, prometieron la independencia a varias de las minorías étnicas.
Las mismas promesas que, dicho sea de paso, desencadenaron el conflicto árabe-israelí. ¿Podría una frágil mujer, que ha estado separada del mundo durante tantos años, dar solución a todos estos problemas? Sería difícil prever lo que podría pasar si árabes o israelíes eligieran como líder a un defensor de derechos humanos.
La figura de Suu Kui es un ejemplo paradigmático de cómo se crea una leyenda mediática de la actualidad.
Desde el punto de vista televisivo, nuestra protagonista es la persona ideal para que empiece a funcionar la industria mediática. Fue líder en manifestaciones estudiantiles y participó en huelgas de hambre; tiene una cara agradable que, sin embargo, deja vislumbrar una fuerte voluntad; y habla inglés a la perfección.
Enfrente tiene a una junta militar y sus aliados chinos, con desfiles militares y soldados en posición de saludo. La elección del espectador occidental es, pues, fácilmente predecible.
Igual de predecible fue su elección en el caso de la “disidente” colombiana, Ingrid de Betancourt, decidida a solucionar el problema de las guerrillas izquierdistas de su país con sus propios medios, sin involucrar al “gobierno de malos” de Colombia.
Como resultado, acabó de rehén de la más temida guerrilla de todas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
Posteriormente tuvo que ser rescatada por el Ejército colombiano, tan poco querido por ella, estando en juego durante la operación la vida de muchas personas.
Tras su liberación, sus “simpatizantes” europeos, que la consideraban triunfadora, comprobaron para su sorpresa, de que en las elecciones su Partido tan sólo consiguió el 2% de los votos.
Seguramente, ya es hora de que aprendamos a diferenciar las imágenes de la pantalla de la vida real. Incluso los líderes del régimen castrense de Myanmar cambiaron hace poco los uniformes por trajes de civil y ocuparon sus escaños en el Parlamento recién elegido.
Este cambio positivo ha sido posible gracias a las esperanzas relacionadas con la decisión del presidente de Estados Unidos, Barack Obama de apartarse de la “implacable línea política” de su antecesor George Bush.
Sin embargo, el líder estadounidense no ha encontrado ni una palabra de aprobación para las elecciones en Myanmar, acusando a los militares de “robo de votos” y pasando completamente por alto el hecho de que en el país se está intentando crear el primer régimen civil en los últimos 50 años.
Todo parece indicar que en los últimos tiempos la defensa de los derechos humanos se ha convertido para la sociedad occidental en una especie de religión laica, con sus santos, preferiblemente mujeres o al menos hombres defensores de los derechos humanos, y con sus ritos, de los cuales las elecciones son el principal y, desgraciadamente, sus fanáticos.
Las elecciones, sin lugar a dudas, son un gran avance; sin embargo, en la situación que viven ciertos países, durante mucho tiempo su celebración seguirá entrañando serios peligros, aunque los adeptos de la “religión de la defensa de los derechos humanos” con un ardor digno de verdaderos misioneros exijan que este rito sea llevado a cabo en todo el mundo.
La religión no tiene nada de malo, pero el fanatismo, sí; sean cuales sean los lemas proclamados por los fanáticos, incluidos aquellos, que valoran la defensa de los derechos humanos por encima de todo.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI