Durante la semana de los Premios Nobel de 2010 han tenido lugar dos importantes efemérides relacionadas con los mismos.
El 9 de octubre se cumplieron 35 años desde la concesión del Nobel de Física al académico Andréi Sájarov y el 15 de octubre, 20 años desde que el primer y último Presidente de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov recibiera el Nobel de la Paz.
Al igual que en el caso de Sájarov, este año el premio ha vuelto a ir a las manos de un disidente, el chino Liu Xiaobo. Sin embargo, le será imposible recibir el galardón, porque acaba de ingresar en la cárcel para cumplir una condena de once años por “intento de subvertir el poder del Estado”. Esta historia parece repetirse, ya que, en su momento, tampoco Sájarov pudo viajar a Oslo a recoger su galardón.
De esta forma, el comité noruego del Premio Nobel ha sufrido una curiosa evolución que le llevó, 15 años después de la concesión del Premio a Sájarov, otorgarlo al Secretario General del Partido Comunista de la URSS. Y posteriormente, tras recorrer países y continentes, volver a apoyar a “quienes abogan por la defensa de los derechos humanos fundamentales” (motivo oficial para la concesión del Premio a Xiaobo) en los países que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, aunque disten de compartir los valores de la democracia occidental.
En el fondo, semejantes “cambios de rumbo” no son más que el fiel seguimiento de una determinada línea política. La diferencia de condición entre Sájarov y Gorbachov, lejos de representar un cambio en la percepción de la realidad por parte de los miembros del Comité noruego del Nobel, evidencia un cambio radical operado en la política internacional.
La Unión Soviética había dejado de ser el gran rival en la Guerra Fría, en la confrontación de las civilizaciones, para convertirse en un socio comprensivo y colaborador para Occidente; un amigo que dejó, casi sin rechistar, de inmiscuirse en los asuntos de Europa del Este. El líder ideológico de este proceso de transmutación fue precisamente Mijail Gorbachov. Además, caía el muro de Berlín: fue así como el Premio encontró su dueño sin mayores problemas.
Miembros de un selecto areópago, desprendidos de todo pensamiento mundano, y preocupados tan sólo por los valores imperecederos, los cinco sabios del Comité del Nobel, formado por el parlamento noruego, no tienen aparentemente nada que ver en esta historia… Ya escribía Alfred Nobel en su testamento que el Premio debe de ser otorgado a “la persona que haya trabajado más o mejor a favor de la fraternidad de las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”.
Sin embargo, estos conceptos metafísicos y teóricos entran en contradicción con la cruda realidad. El Premio Nobel siempre ha estado extremadamente politizado. El destino de cada uno de los premios ha venido siendo determinado por las fuerzas más importantes de la escena política de las últimas décadas: EE.UU, la OTAN y Europa Occidental.
Las pruebas son abundantes: todo queda muy claro con sólo echar un vistazo a las tres figuras galardonadas antes que Liu Xiabo.
Entre ellas encontramos al ex Vicepresidente de los Estados Unidos, Al Gore, a quien el Nobel le fue concedido por “sus esfuerzos en la investigación y difusión de las consecuencias del cambio climático provocado por el hombre y por sentar las bases para contrarrestar ese cambio”. Ese estudio del clima es un asunto, sin lugar a dudas, muy importante, pero tiene que ver más con la ciencia que con la lucha por la paz. En cuanto a las medidas “para contrarrestar ese cambio”, la reciente erupción del volcán Eyjafjallajoküll en Islandia y la inusitada ola de calor en Rusia del pasado verano parecen indicar que el hombre no merece ningún premio por “su exploración de la naturaleza”.
Ahí está también Martti Ahtisaari, impulsor del cruento arreglo en el territorio de la antigua Yugoslavia según el modelo de la OTAN y la Unión Europea; partidario de los bombardeos de Serbia y uno de los padres de la independencia de Kosovo. Su actuación, lejos de apaciguar los conflictos, sólo sirvió para azuzar la tirantez en los Balcanes, el auténtico polvorín de Europa.
Y, por último, Barack Obama, Presidente de los Estados Unidos, Premio Nobel de la Paz de 2009. Con este galardonado la situación es bastante delicada. En general, el testamento de Nobel ha sido desobedecido en numerosas ocasiones, pero estas infracciones solían ser poco significativas. La lealtad a la causa de la paz de ciertos Premios Nobel como Henry A. Kissinger, Le Duc Tho, Yasir Arafat e Isaac Rabin era más que dudosa. No obstante, dichas personalidades recibieron su Premio por unas acciones y decisiones concretas, por unos acuerdos de paz ya firmados o unos planes de arreglo pacífico. Posteriormente, estos acuerdos se podían romper o nunca llegaban a realizarse, pero a la concesión del Premio siempre le precedía un esfuerzo político para llegar a una fórmula de compromiso.
Barack Obama, en cambio, en el momento de la entrega del Premio no había tenido tiempo de hacer nada como Presidente. De hecho, recibió el galardón por adelantado, por haber dado muestras de buena voluntad y difundido muchas promesas electorales. De esta manera, el Comité noruego del Nobel dio un paso sin precedentes de acercamiento hacia una de las superpotencias mundiales, lo que enseguida dio paso a las críticas sobre la escasa independencia del Comité y sobre la renuncia completa a los principios fijados por su fundador, Alfred Nobel.
La concesión del Premio Nobel de la Paz de 2010 a Liu Xiaobo quien se dedicaba a luchar contra el régimen comunista, cuadra perfectamente en este esquema “euro-atlántico”, como cuando, en plena Guerra Fría, el Comité del Nobel acostumbraba a premiar a los más vehementes enemigos de los Soviets. En 1970, lo recibió Alexander Solzhenitsyn, formalmente por “seguir las tradiciones de la literatura rusa”, una fórmula que lo único que provoca es una sonrisa irónica. Más tarde, en 1975, fue premiado Andréi Sájarov y esta decisión también tenía un carácter marcadamente político.
Sería complicado evaluar, siguiendo el modelo de Solzhenitsyn y Sájarov, si la concesión del Premio de la Paz a un disidente chino equivale al inicio de una Guerra Fría entre Occidente y la República Popular China. De lo que no cabe la menor duda es de que Pekín interpretará esta decisión como un gesto de enemistad y una decisión puramente política. Como resultado, según se solía bromear en la URSS, se podría desencadenar una lucha por la paz tan ferviente que no quedaría tras ella piedra sobre piedra.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI