Kamala Harris, nativa de California, es la primera mujer, negra y de origen asiático que se desempeña como la segunda persona al mando. Cuando juró el cargo, hace un año, el 20 de enero de 2021, su popularidad rondaba el 49%.
El punto de cruce entre la línea desfavorable ascendente y la favorable descendente se produjo el 8 de junio de 2021 a propósito de la polémica que suscitó su viaje a México y Guatemala, pues entonces afirmó, en representación de la Casa Blanca, que el Gobierno de Joe Biden se enfocaría en el control de sus fronteras, incluso si eso significa rechazar a quienes huyen de la pobreza o la persecución. “No vengan”, llegó a decirles a los migrantes guatemaltecos, lo que atizó una oleada de críticas de quienes la acusan de minar la ley de inmigración y la promesa de Biden de restaurar el sistema de petición de asilo en el sur fronterizo.
La inmigración, una patata caliente
Harris (y Biden) siguen apoyándose en una orden de emergencia decretada por Donald Trump, el llamado Título 42, que faculta a los agentes de fronteras a expulsar de inmediato a los migrantes que pasan la línea divisoria sin que estos puedan solicitar asilo. Es lo que se conoce como devolución en caliente, una controvertida práctica que se aplica, por ejemplo, en España con respecto a Marruecos. El Título 42, lanzado tras el inicio de la pandemia, alega razones sanitarias para frenar la propagación del coronavirus. Esa norma choca con las leyes migratorias estadounidenses que estipulan que los migrantes tienen derecho a pedir protección en cuanto pisan territorio de EEUU.
Lo inaudito es que , cuando todavía era senadora por California, firmó una carta dirigida a otros demócratas en la que acusaba a Trump de "malinterpretar sus facultades limitadas" por haber autorizado el Título 42.
Su gestión del asunto de la inmigración, que le encargó en marzo de 2021 el propio Biden, es indudablemente una patata caliente que se transformó en un grano muy incómodo. Pero ella tampoco ha estado muy acertada que digamos. Incluso ha caído en la torpeza. Así, preguntada por la cadena de televisión NBC un día antes de aquel viaje por Latinoamérica por qué no había visitado todavía la frontera con México, Harris respondió: "Tampoco he estado en Europa. Quiero decir, no entiendo lo que dice. No descarto la importancia de la frontera".
Denostada especialmente por el sector republicano por esa demora, la vicepresidenta llegó unos días después —el 25 de junio— a la ciudad fronteriza de El Paso. Allí se defendió esgrimiendo que ya había estado antes cuando era fiscal de California. Pero entonces no era quien es ahora.
Su enfoque consiste en atacar las causas de la inmigración y no solo reaccionar a las consecuencias. Su objetivo pasa por combatir la pobreza, la violencia y la inestabilidad política en la región que genera los movimientos migratorios. Y para ello invita a multinacionales y empresas centroamericanas a que tiren de chequera e inviertan cientos de millones de dólares en esa zona en los próximos años. Se trata, en otras palabras, de enseñar al hombre a pescar y no a comprarle el pescado. Esa idea es una estrategia alabable, pero, por otro lado, parece que no funcionan los pasos tácticos que está dando. Huele a improvisación, como ocurrió con el viaje a la localidad texana de El Paso.
Escepticismo en lugar de euforia
Harris, de 57 años, parecía la heredera potencial de Biden, que tiene 78 y es el presidente más viejo de la historia de EEUU, pero ahora eso ya no está tan claro, tras surgir señales de su falta de perspicacia política.
También es cierto que se enfrenta a los prejuicios raciales y de género que no soportaron ni Biden, cuando fue vicepresidente con Barack Obama, ni sus predecesores.
Pero, como viene recogiendo la prensa estadounidense, los demócratas comienzan a estar preocupados por estos bajos índices de aprobación y por las dudas que proyectan su estilo, su instinto político y su trato al personal, dudas que se trasladan en dimisiones y rotaciones más habituales de lo normal. El influyente diario digital Politico ha aireado la existencia de problemas de baja moral y desconfianza entre los empleados y los funcionarios de su oficina en Washington D.C. “El ambiente de trabajo no es saludable y esa actitud emana de arriba”, escribía.
Otros demócratas afirman que tiene una misión imposible y que no tiene el margen de maniobra de su jefe. Lo cierto es que un año después el escepticismo ha ocupado el lugar de la euforia. Tanto que algunos demócratas no veían con malos ojos que Harris pasara a ocupar un puesto vacante en el Tribunal Supremo, tras el anuncio de retiro del magistrado Stephen Breyer, de 83 años, que se producirá a finales de junio o principios de julio. Su nombre llegó a sonar para la Corte como una fórmula para sacarla del pantano político donde está instalada.
Además de la seguridad fronteriza y la inmigración, otro de los dossiers que ocupa (y preocupa) a Harris es el derecho al voto, donde tampoco ha conseguido avances. Aquí el obstáculo no es tanto ella como el muro de ladrillo del Senado que se niega a apoyar los cambios que ella apadrina. La reforma electoral no es algo baladí porque las reglas de juego serán determinantes a la hora de contar votos en 2024, sobre todo si se presenta Trump, como así parece apuntar todo.
El prematuro declive de Kamala Harris tampoco es un hecho trivial, porque su desgaste a marchas forzadas es consecuencia de un sistema político bipartidista caduco que ha llegado a ser tóxico y desestabilizador por lo polarizado que está actualmente, y que ya ha contaminado a la sociedad, dividiéndola en dos bloques casi irreconciliables. El asalto al Capitolio de hace un año es una buena prueba de todo ello.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK