Las últimas comunicaciones públicas sobre la efectividad de las vacunas contra COVID-19 desarrolladas por el laboratorio estadounidense Moderna y la asociación de la estadounidense Pfizer con la alemana BioNTech —de 94,5% en el caso de la primera y 95% en la segunda— fueron recibidas por el mundo como una gran noticia. Sin embargo, el dato se contrapesa con las dificultades que una distribución masiva de esas vacunas podría representar.
Las dos vacunas están basadas en la técnica conocida como ARN-mensajero, que utiliza moléculas de ácido ribonucleico (ARN) del virus SARS-CoV-2 para propiciar que el cuerpo produzca las proteínas necesarias para poder combatir el virus.
Pero es justamente esta tecnología la que obliga a que la aplicación de estas vacunas esté acompañada de meticulosas precauciones para evitar que el ARN se dañe y, por tanto, las dosis pierdan toda su efectividad.
La razón de esto, explican los científicos, es que a tan bajas temperaturas las reacciones químicas que dañan al ARN suceden más lento.
Así las cosas, las autoridades sanitarias de los países se ven enfrentados al problema de definir mecanismos de distribución y logísticas para asegurar que las vacunas puedan ser resguardadas como se debe. Si bien esto suele hacerse con todas las vacunas, la gran cantidad de población a vacunar contra el COVID-19 significará un desafío a la hora de almacenar dosis en hospitales pequeños o alejados de las ciudades, generalmente los que tienen menor equipamiento.
El hecho de que tanto la vacuna de Moderna como la de Pfizer deban ser aplicadas en dos dosis agrega otra capa de complejidad. En ambos casos, las dosis deben ser aplicadas con semanas de diferencia, por lo que cada vacunatorio tendrá que tener la posibilidad de almacenar debidamente las vacunas necesarias.