El segundo día comienzas a sentir fiebre. El siguiente, mucha más fiebre acompañada de un dolor terrible de estómago. Ni el paracetamol consigue aliviarlo. Cada día que pasa, en vez de sentir mejoría, sientes un nuevo síntoma que se acumula a los anteriores. Perdí la cuenta e incluso la noción del tiempo cuando empecé a notar como si hubiera alguien en el interior de mi cabeza intentando sacarme los ojos desde dentro.
Me lo comunicaron un martes, después de haber pasado todo el fin de semana (lunes incluido) sin poder moverme de la cama. Antes hubo un par de llamadas al teléfono de información del coronavirus de Madrid, en las que me dijeron que no tenía que preocuparme, que por lo que les narraba estaba todo correcto. Decidí ir al centro de salud a hacerme la prueba para descartar. Dedicándome al periodismo y leyendo cada día decenas de informaciones relacionadas con la pandemia siempre hay un "por si acaso" rondando en la cabeza. Una enfermera me dice que mi carga vírica es demasiado alta, que me mantenga aislada y que esté atenta al teléfono, pues me irá llamando un enfermero todos los días para ver cómo voy evolucionando. De los 12 días que me mantuve confinada, tan solo recibí una llamada. El resto, nada. Eres una cifra más en sus informes.
"En ese momento, ni siquiera me informaron sobre cómo debía tratar la enfermedad. Tuve que llamar yo misma al centro de salud para que me dieran cita con mi médico de cabecera, y que este me llamara cuando tuviera algún hueco libre, para decirme cómo debía ser mi tratamiento".
El fin de semana que empecé a sentir algunos síntomas, había estado pasando el día con mi hermana. Ella es profesora de un instituto, una de las heroínas que ha seguido firme al pie del cañón incluso con un confinamiento por estado de alarma. La llamé para informarle que estaba contagiada y que probablemente ella también lo estaría. Salió corriendo al hospital a hacerse una prueba rápida. El resultado fue positivo. En ese instante informó en su centro que no podía ir a trabajar hasta que se recuperara y al solicitar la baja le dijeron que tenía que volver al día siguiente a recoger el papel. Siendo positivo. La única opción que le daban era que, si ella no podía ir que se acercara algún familiar, pero ¿qué hacer si no tienes familiares que te puedan hacer el favor o si estos están también en cuarentena? En esos momentos te preguntas si las autoridades podrían hacer las cosas mejor. Por el momento se me ocurre una solución que no parece muy complicada: enviar el documento de manera telemática. Resulta incluso más curioso que no haya una forma de arreglar esto cuando ambos empleos pertenecen al mismo sector público y a la misma comunidad autónoma.
"Estoy recuperada, ¡por fin podré salir!"
Llegó el día de la victoria. Vencí al virus: décimo día y regenerada casi al completo. O eso creo. Tan solo persiste una tos que carraspea como si estuviera intentando eliminar los restos del enemigo en el campo de batalla. Ya he recuperado el olfato y puedo saborear las comidas. Unos días antes había pedido cita con mi médico de cabecera para preguntarle cómo debía actuar a partir de ahora. "¡Estoy recuperada, por fin podré salir!", pensé. Estaba ansiosa de recibir esa llamada y de hacerme el dichoso test para ver si había desarrollado anticuerpos. Mi alegría se desvaneció en cuanto descolgué el teléfono y escuché al doctor decirme: "¿Eres enfermera o militar? Entonces no puedes hacerte otra prueba para ver si das negativo. Pero tranquila, ya puedes salir de casa". No daba crédito a lo que me decía y, antes de colgar, volví a preguntárselo:
—"¿No me vais a realizar otra prueba para saber si puedo contagiar o si he desarrollado anticuerpos?".
—"Señorita ya le he dicho que no. Usted está curada. Si no pertenece a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado o al ámbito sanitario no le podemos hacer otro test".
Ese doctor afirmaba que estaba completamente curada sin ni siquiera verme en persona, ni auscultarme, ni ver si lo que le contaba yo era cierto. Solo se basó en mi relato para determinar su diagnóstico. A día de hoy no sé si puedo contagiar o no y por este motivo, sigo en el lugar donde me aislé los días del confinamiento. La sensación al final de esta batalla es que te dejan encerrada como un animal en su jaula, sola, sin tener a quién acudir. Hoy, esa jaula, es el único lugar donde me siento asegurada.
"No hay vacunas para el miedo"
¿Y ahora qué? ¿Cómo continúo con mi vida? ¿Podré realizar ejercicio como de costumbre o mis pulmones se cansarán antes? ¿Qué tipo de secuelas quedarán en mi cuerpo? No lo sé. Ni tampoco sé a quién consultar porque tras esta experiencia, sé que ni los médicos tendrán respuesta a mis preguntas. Y si las tuvieran, tampoco tendrían tiempo para contestarlas.
Paradójicamente, salir liberada del virus se convierte en una terrible sensación que provoca ansiedad con incluso algún trauma psicológico. Lo que antes era ocio y placer, ahora se ha convertido en fobia y temor: hacia las personas, hacia el exterior y hacia todo lo que se mueve tras el cristal de la ventana.
Estoy recuperada, pero ya no quiero salir. Todavía no sé si tengo anticuerpos o si puedo contagiar. El miedo es una de las secuelas más importantes de la pandemia, y para eso, todavía no existe ni cura, ni vacuna.