Serigne Mbaye llegó hace 14 años. Aún recuerda la travesía en cayuco hasta las islas Canarias y cómo desde allí, ya en suelo español, voló a Madrid. Había salido desde Kayar, una ciudad costera de Senegal, con la idea de prosperar. En la capital, sin papeles ni recursos, abrazó la idea de vender en la calle, en el denominado top manta. Se convirtió en un mantero, colectivo abstracto que suele agrupar a centenares de subsaharianos sobreviviendo día a día a través de este comercio ambulante.
"Recaudamos dinero por varios medios y luego lo repartimos entre quienes se inscriben", explica Mbaye en la puerta del local, situado en el barrio de Lavapiés. Con esta técnica de mecenazgo a través de redes sociales o de forma presencial logran rellenar varios sobres con billetes de 50 euros. Y, una vez al mes desde que comenzó el estado de alarma, los distribuyen según las necesidades.
"Preferimos dar dinero a comida, para que cada uno tenga la libertad de usarlo como quiera", apunta este portavoz, incapaz de dar una cifra sobre el número de manteros en España.
Sí se aproxima a este dato el Instituto Nacional de Estadística: de 2008 a 2017, España recibió a 558.467 inmigrantes nacidos en países africanos. En ese mismo periodo, 556.508 inmigrantes nacidos en países africanos abandonaron el país: la comparación de ambos números deja un saldo migratorio positivo de solo 1.942 personas en la última década.
Mbaye señala que la frágil economía de los manteros se ha desvanecido en este encierro. "Los que trabajan en esto viven al día. Sin salir a la calle no tienen nada de nada. Ni siquiera la posibilidad de pedir ayudas. Y ahora sufren un doble confinamiento: el del virus y el de la amenaza de un control de policía", advierte. Él asegura que no recibe ni un euro con esta actividad, que solo lo hace porque estuvo en la coyuntura y sabe lo que es. "Lo pasé fatal. Muchas noches de comisaría", resume.
Uno de ellos es Djily Fall, de 26 años. Proviene de Touba, en el centro de Senegal. Paga 700 euros por un piso junto a dos hermanos. Ahora han dejado a deber dos mensualidades. Lo único que acierta a decir es breve: "estamos pasándolo mal". Sentado en una silla con la camiseta del Valencia, espera a firmar su factura del pago (un papel recortado con sus datos y la fecha). Le atienden Mame Gore y Serigne Gueye, de 30 y 32 años, respectivamente. Son originarios de la misma urbe y comparten relato: "Somos varios en casa, no podemos pagar el alquiler ni vender nada. Sin el sindicato no hay ingresos".
Ambos son voluntarios y se reparten las tareas en una mesa plagada de papeletas, móviles y un sobre a rebosar. Las manos y las visitas se entrecruzan. Moussa Diop, otro miembro, atenúa el paso en la puerta. Conversa en wolof (idioma propio de Senegal) con quienes se acercan de su país y permite entrar cuando la sala se encuentra despejada. "Tenemos que tener mucho cuidado. Se les va llamando a lo largo del día para que vengan poco a poco", esgrime Mbaye.
"Todos los días tenemos llamadas o peticiones de auxilio. Y hacemos esto como una emergencia, pero no es suficiente", concluye. Para complementar este estipendio, algunos van a la iniciativa Besha Wear Union, situada al lado. "Nosotros damos alimentos a todo el mundo, todos los días", comenta la impulsora, Besha Sita Kumbu, originaria de República Democrática del Congo de 35 años. "A principios de marzo se acercaban 12 familias. Ahora son 906 y unas 50 personas de la calle", detalla, narrando la evolución de la necesidad. "Y no solo hay africanos. Ahora vienen muchos españoles, que están sufriendo por primera vez esto. Nosotros ya vivíamos en crisis", zanja.