Ya van 14 días de cuarentena total en Buenos Aires, Argentina, que debe durar hasta el 12 de abril. Han cerrado todas las fronteras y han suspendido los vuelos de repatriación. Hasta un grupo de argentinos quedó parado en el puente internacional con Brasil porque no los dejan entrar a ninguno de los dos países. Solo están abiertos supermercados y farmacias y se necesita un permiso especial para moverse más allá de unas cuadras del domicilio. Ya hay más de 6000 personas arrestadas por violar la cuarentena, entre ellos, un joven que viajó 400 km con las dos tablas de surf desde Buenos Aires hasta la Costa Atlántica, mientras que todo el resto del país observa rigurosamente el aislamiento. Al llegar a las playas fue detenido.
Como estoy en el grupo de riesgo, no puedo salir de mi casa. Me levanto a la mañana y bajo al estacionamiento de mi edificio para caminar. Calculé que una vuelta son 50 metros, 20 vueltas son un kilómetro y 100 son cinco. Cada una me demora 30 segundos, de manera que cien son 50 minutos, lo que equivale a mi caminata diaria.
El resto del día transcurre en mi habitación con la puerta cerrada, porque también están mi marido y mi hija de 25 años. Mi marido también trabaja en la casa, aunque todo está paralizado y mi hija, que es bailarina, toma varias clases online por día de ballet, pilates, yoga y tango para mantenerse en forma.
Ellos se ocupan en lo fundamental de las compras y cocinan y limpian. Me adapto a los inconvenientes técnicos: el Wi-Fi llega débil, mis llamadas por Whatsapp se cortan cada rato y mi computadora funciona con lentitud.
A las 10 de la mañana, como todos los días, hacemos la reunión habitual con los periodistas de la radio para definir los temas y a las 11 hablamos con la editora web. Todo el equipo ya está trabajando desde casa, sorteando los problemas de cada uno, lidiando con las dificultades técnicas para grabar las entrevistas, mientras que los que son madres o padres hacen malabares para poner atención a los hijos, también en cuarentena, y trabajar al mismo tiempo.
Empiezo leyendo sobre la tragedia en Italia y España, para encontrar algún indicio de esperanza de que se va a frenar. Sigo por Rusia, cruzo el Atlántico y leo qué pasa en Estados Unidos, donde la pandemia adquiere visos de catástrofe. Después bajo por Latinoamérica: Colombia (mi país de nacimiento), Argentina (mi país de adopción) y Uruguay, donde trabajo.
En esa lectura de noticias está la preocupación por los míos. Mi hermana vive en Alicante, España, mi mamá y mi hermana menor están en Bogotá, Colombia. Mi mamá tiene 86 años y en el apartamento viven cinco personas que no pueden salir. Le recomiendo los ballets del Bolshoi online, los conciertos de la Filarmónica de Berlín o del Metropolitan de Nueva York, pero no se lleva muy bien con internet y le cuesta trabajo encontrarlos.
En Argentina y Uruguay la información oficial sobre nuevos casos y víctimas se conoce a la noche, pero en las mañanas ya se sabe quiénes fueron los muertos y salen sus historias en los medios. Entonces te enteras de los nombres y los apellidos, el virus se personifica y adopta forma humana, sabes que gente de tu edad o más joven murió —un médico conocido, un profesor—, o te llega la noticia de que hay trabajadores de la salud infectados en el hospital donde te atiendes.
Pero también te enteras del pobre taxista de Cartagena, Colombia, que murió porque tuvo la mala suerte de trasladar unos turistas italianos que tosían mucho, se empezó a sentir mal, fue varias veces al hospital pero siempre lo devolvían a su casa diagnosticado de gripe, que contagió a su médico, un joven profesional que está internado en grave estado. Y del único caso en un pueblo de 2000 habitantes de la provincia de Buenos Aires, un trabajador rural de 78 años, que recibió el salario de su patrón, recién llegado de Italia, y murió.
Al terminar la jornada, después de planificar los temas para el día siguiente, trato de relajarme, aunque es difícil. Mi hija me hace una sesión de yoga/pilates, para que mi espalda resista la inmovilidad.
Mi primera salida en diez días fue para vacunarme contra la gripa, ya que en el hemisferio sur el otoño recién empieza y se viene la temporada de resfríos.
A pesar de todo, hay que conservar el optimismo. En familia, cada día hacemos un plato distinto: risotto con hongos, berenjenas a la parmesana, un típico asado argentino en el balcón.
A las ocho de la noche salimos a la ventana a aplaudir a los recolectores de basura y a las nueve de la noche repetimos el aplauso, como hacen en todos los barrios, para dar ánimos a nuestros trabajadores de la salud, los que nos tendrán que cuidar. Ahora se ha sumado en los últimos días un "cacerolazo" media hora después, exigiendo que los políticos se bajen los sueldos.
Lo mejor, de cualquier manera, es tener la posibilidad de seguir trabajando. Tenemos esa suerte que no tienen millones, en países como el nuestro donde el 40% de la economía es informal. Empleadas domésticas, taxistas, plomeros, empleados de negocios cerrados o de pymes, a quienes se les han cortado todas sus fuentes de ingresos, amenazando con la nueva y más brutal epidemia de pobreza que se avecina. De manera que, con alcohol en gel y mucho lavado de manos, aquí estamos, tecleando en la computadora, para que Sputnik siga en órbita informando.