Los locos y el distraído

Ganar un partido de fútbol con un gol sobre la hora, como contra Egipto. Es como más felices se sienten los uruguayos amantes de este deporte. No importa si se trata de la selección nacional o el club de sus amores. La marcha catártica que genera esta adrenalina es su maná. Así es la historia de Jorge y Silvia, de su viaje al Mundial Rusia 2018.
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"¡Sentate Carlos!", dijo Jorge, casi como una interjección, con marcado acento uruguayo, provocando una carcajada estratosférica en los presentes. No podía ser para menos en la ciudad espacial por excelencia de Rusia. Y mucho menos cuando se produce el encuentro casual de dos personas, a miles de kilómetros de su tierra.

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El escenario: un banco en el verde y casi bucólico paseo costero —rambla para los uruguayos—, a pasos de una playa en el Volga, bajo el sol siberiano abrasador y casi perpendicular de Samara, cuando algo de sombra y brisa puede mitigar el sofocón.

Pero fue la locura la que precedió a esas carcajadas estratosféricas, unos diez días antes, en la capital de Uruguay, Montevideo. Y todo por culpa de la mujer de Jorge, Silvia, quien trabaja en dos instituciones médicas de aquella ciudad. Y por culpa de una 'penca'.

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Hinchas uruguayos en Rusia
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Hinchas uruguayos en Rusia

Allí, y en varias partes de Latinoamérica, una penca es una apuesta deportiva, especialmente si se refiere a las de las carreras de caballos, o trata sobre los resultados de un torneo o partido de fútbol de especial rivalidad o trascendencia, donde previamente los participantes acuerdan las condiciones de la apuesta.

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Pero estas pencas, son un tipo de apuestas inocentes, casi simbólicas y de camaradería, cuya gracia final son las risas, sin más. Arrastrada por esa cultura, Silvia participó en la penca del Mundial Rusia 2018 organizada en uno de sus lugares de trabajo.

Al llegar a casa trajo consigo entusiasmo y buen humor. Entonces, le lanzó la bola a Jorge, su marido y profesor de tenis.

— Jorge, ¿y si vamos al Mundial?, bromeó sonriente.
— ¡Dale!, respondió incrédulo Jorge, en el mismo tono.

Entonces, faltaban dos días para la inauguración del Mundial de Fútbol en el Estadio Luzhnikí de Moscú. Cuando Jorge quiso darse cuenta, Silvia le había hecho el lío: lo que empezó como una broma, a las dos horas se había transformado en una búsqueda frenética de billetes de avión, hoteles, información, y todo eso que remueve una gira de este calibre. Y por supuesto: entradas para los partidos de Uruguay y la infalible Fan ID.

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Total: doce días después, Silvia y Jorge estaban sentados a la sombra en un banco de un parque costero en Samara, con más de treinta grados de temperatura, y tras treinta horas de viaje que incluyó tres escalas: una en São Paulo, otra en Dubai, y otra en Moscú. Les acompañaba otro uruguayo con el que habían hecho buenas migas en el vuelo.

Entonces, despistado por el calor y el sol, apareció un cuarto y agotado uruguayo —así lo delató su acento— en discordia, quien casi cegado por la extenuación extra de quien no ha bebido agua en esas circunstancias, lanzó la pregunta a quienes estaban sentados, ocupando casi todo el banco.

— ¿Me puedo sentar?, preguntó el exhausto señor al acercarse al asiento, sin mirar a la cara a quiénes dirigía su pregunta, como cuando se le habla a un desconocido.
— "¡Sentate Carlos!", le respondió Jorge, su profesor de tenis en Montevideo.

La historia de Jorge y Silvia, como buenos uruguayos, se parece mucho al tipo de partidos de fútbol que se venera en aquel país sudamericano, cuando su selección nacional, o el club de sus amores, gana un partido metiendo el gol sobre la hora, justo antes del pitido final. Como el gol que hizo Josema Jiménez cuando Uruguay le ganó a Egipto.

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