Uwe Trostel, hoy en día vicepresidente del Club de Memorias e Historias de Berlín, a finales de abril de 1945 vivía en Hanichen, cerca de Reichenberg, República Checa, con su madre y abuelos. No había bastantemente comida, así que el hambre era una constante compañera para el pequeño.
Su padre se fue a la guerra y desde 1943 no hubo noticias de él. Trostel describe la esperanza de que algún día su padre apareciera entre estos soldados. Su madre les preguntaba de dónde venían para saber algo de él.
Los soldados aconsejaban a la madre del pequeño Uwe que "huyera lo más rápido posible al Reich, lo más posible al oeste, porque solo podría ser cuestión de unas semanas, o incluso días, antes de que llegaran los rusos".
"Entonces pasará lo peor que podrías imaginar: matarán alemanes al azar, violarán a las mujeres, saquearán y robarán las casas", le aseguraban los soldados a la madre de Uwe.
Sin embargo, la familia de Trostel no tenía posibilidad de huir, así que se quedó en la aldea, cuenta.
Vienen los rusos
Un día, la madre de Uwe mientras, como de costumbre, buscaba a su marido entre los soldados alemanes, vio a los rusos que salieron del bosque y ocuparon su casa, la más cercana.
"Para los rusos, nuestra casa parecía ser el alojamiento más adecuado. En el gran jardín cercado podían armar tiendas de campaña, atar a los caballos, estacionar los carros y colocar dos cañones tirados por caballos. En la casa misma los tres oficiales ocuparon dos habitaciones: el comandante se acomodó en la sala de estar y dos más en el dormitorio de los padres", recuerda Trostel.
Memoriza que con una mezcla de desesperación, desafío y miedo su madre lo tomó de la mano y le llevó a la casa. En frente había dos soldados del Ejército Rojo con rifles. Su madre trataba de explicar que esta era su casa y que querían entrar. Por fin, salió el comandante, que sabía alemán. Tras reflexionar un momento, el militar les permitió ocupar una habitación, "de lo contrario, toda la casa y el jardín serían confiscados por un período indefinido de tiempo", explicó Trostel.
"Alimentaban a sus caballos y a un perro de aspecto terrible pero atado, traían carbón de nuestra bodega y madera del bosque cercano, e hicieron muchas otras cosas", rememora.
La comida compartida
Los soldados preparaban la comida en el jardín. Trostel recuerda el olor seductor de la caldera y la fila de militares con utensilios de cocina esperando su turno.
"Mientras tanto, mamá había untado un pequeño trozo de pan con un poco de margarina que habíamos comido bastante antes del mediodía, porque teníamos mucha hambre", describe su almuerzo.
Entonces, su madre, desesperada, le dio un cuenco y casi le empujó al final de la fila de soldados.
El cocinero le llenó el tazón hasta el borde con una sopa fragante y le deseó en ruso buen provecho. Fue la primera vez en mucho tiempo que el pequeño Uwe y su madre se llenaron.
Trostel recuerda que los dos se habían olvidado de los abuelos, así que después de que todos rusos recibieran sus raciones, su madre se le acercó al cocinero, señaló la olla y gritó "Abuela, abuela" en ruso una y otra vez. El cocinero la entendió y compartió más comida para sus parientes.
El anuncio de la victoria
Trostel recuerda que el 8 de mayo de 1945 entre los rusos comenzó un júbilo indescriptible.
"Una y otra vez gritaban "Hurra, hurra..." y cosas por el estilo, pero no lo entendíamos. El comandante estaba entre ellos, delante de él una cesta llena de botellas, que repartió triunfalmente a los soldados", rememora Trostel.
Los soldados compartieron vodka con su madre, ordenándole que bebiera por la victoria soviética sobre el nazismo.
"Los rusos bebían hasta tarde en la noche, cantaban canciones melancólicas y se caían uno tras otro. Sorprendentemente, estaban despiertos de nuevo a la mañana siguiente. El oficial los ponía en fila y daba un discurso del que siempre entendíamos solo la palabra ‘fascismo’, y condecoró a algunos de sus hombres con medallas que les colgó en el pecho", así describe Trostel la fiesta.
Según él, después del discurso los soldados empezaron a cantar de nuevo canciones rusas, pero esta vez eran excepcionalmente melodiosas, musicales y aún más melancólicas que el día anterior durante la borrachera.
"A la mayoría de ellos les corrían las lágrimas por el rostro, y de repente mi madre tuvo que llorar también, y como no sabía por qué casi todos lloraban, me uní", recuerda.
Los soldados soviéticos partían con mucha prisa, "querían volver a casa lo antes posible". En el gran apuro habían olvidado muchas cosas que serían útiles en los próximos días y semanas a la familia de Trostel.
"Sin embargo, no le ayudó. La carnicera se ocupó de él y tuvimos algo de carne para comer de nuevo por un tiempo. No con mucho apetito, pero aun así...", bromea.