Natasha llega a trabajar como a las diez y media de la noche. Trae un pantalón blanco y una playera de gatito que dice Meow. Es altísima y "güera" (rubia). Pide que se la espere porque acaba de llegar un cliente y es el primero de la noche. Se pierde en la puerta del hotel.
En la esquina, Belinda trae un vestido naranja minúsculo de tela fruncida y unas pestañas largas que coronan el atuendo. Sus uñas brillan cuando agita las manos mientras habla. Está renga. Días atrás recibió una golpiza de un grupo de hombres que llegaron acusándola de robar. Varias chicas comentaron lo mismo: que son atacadas por personas estafadas, sean ellas o no culpables de lo que las acusan.
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Belinda ya ha recibido varias golpizas en su vida, la peor tal vez, haber pasado cuatro años y nueve meses en el Reclusorio Norte de la ciudad de México, una pequeña sucursal del infierno en la tierra. Entonces tenía 18 años y se hacía cargo de un hermano menor, que se quedó durante esos años con una vecina.
Habla de una trayectoria dura que le toca a muchas chicas trans y que incluye la cárcel, la violencia física, la vida vivida en hoteles, la manipulación del cuerpo, la muerte prematura y el estigma.
Volvemos buscando a Natasha que sale a la calle sin pantalones. Al empezar la charla se disculpa si comete algún error con el español, ya que su idioma materno es el zapoteco, dice, en el Istmo de Tehuantepec, donde las mujeres "trans" tienen su papel comunitario en la figura de las "muxes".
"Allá las trans somos muy queridas, apreciadas en las familias. Están las velas muxes, por ejemplo. Yo cambié a los 10 años y nunca sufrí maltrato", dice Natasha a Sputnik.
Las muxes son un tercer género que aceptan los pueblos originarios de esa zona del estado de Oaxaca. Las velas son una celebración anual que se hace en Juchitán, donde las muxes o transexuales son el centro de la fiesta.
"Respeto a mi familia y en lo que puedo los apoyo. Regreso con ellos cada seis meses y consulté con ellos antes de inyectarme el biopolímero en el cuerpo. Ellos no estaban de acuerdo pero lo aceptaron, porque esto es lo que me permite verme más femenina. Una tiene que hacerse cosas", relata.
También cuenta de la inseguridad intrínseca del trabajo, de que uno nunca sabe con quién está tratando cuando un auto se para para que la chica se suba.
"Con todo lo que ha pasado y a mí también, porque me han golpeado sin motivo en la calle, ya tengo temor de estar parada aquí. Ayer pensaba que ya no me quiero dedicar a esto, lo que me frena es no tener un lugar donde vivir, aunque sea un cuartito", dice.
"Siempre he vivido en hoteles, donde se paga por día y aunque te lo puedan pasar al pago, lo debes. Y se van acumulando. Podría trabajar en alguna cocina o en limpieza, todos los trabajos son normales, si la gente no te juzga", explica.
Mientras conversamos, Melanie y otras cuatro chicas paran un taxi para irse a la "zona rosa" a festejar esa noche. Van a un bar karaoke.
Este grupo de chicas suele trabajar en las mañanas, entre las seis y las once de la mañana cuando, —dicen— es más sencillo porque los clientes van a lo que van, mientras en la noche no sabes con qué te puedes topar y lo más que te ofrecen, es droga.
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Eliza fuma junto a Melanie en la puerta del local y cuenta que ella llegó desde El Salvador hace dos años, donde ya se había transvestido pero no se prostituía. La calle en la tierra de Roque Dalton es más difícil, dice, porque en México una paga y la dejan tranquila.
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Este es el primer San Valentín que disfruta, dice, que pasa con gente y no sola como antes. Mejor así, dice, festejando rodeada de amigas que le dieron un lugar, en el corazón de la ciudad de México.