España

Familias sin recursos de España que encuentran su futuro en el campo

La Fundación Madrina de Madrid está realojando a personas vulnerables en poblaciones rurales cercanas donde tienen mayor acceso a la vivienda y dinamizan su actividad.
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Le han dicho que son codornices, pero no está del todo segura. Fátima García enseña la pequeña huerta que se ha construido en el jardín trasero mientras duda del tipo de ave que tiene en una de las jaulas. Alimenta además gallinas y unos conejos que no alcanza a agarrar por su estado de gestación: esta mujer de 33 años está a punto de dar a luz su octava criatura. Aun así, acaba de instalarse con el resto de la prole y su pareja en Santa María del Berrocal, un pueblo de Ávila (en el centro de España). Allí ha ido gracias a la Fundación Madrina, una asociación que está realojando familias en situación de vulnerabilidad económica en núcleos rurales despoblados.
Con las verduras que asoman de la tierra, sus animales y la naturaleza que les rodea, Fátima está feliz. Mucho más que en el piso de Pan Bendito, un barrio del sur de Madrid, donde vivía. Salieron de allí hace un par de meses, después de que el confinamiento les encerrara "como en una cárcel" y les dejara sin trabajo. Volvían recientemente de Francia, donde pasaron años haciendo "de todo" y se toparon con una pandemia. El coronavirus, que acumula más de 75.000 muertos en España, sepultó su afán por establecerse en la ciudad donde nacieron, pero les dio —de rebote— una segunda oportunidad: la experiencia rural.
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O, como lo define Fátima, "el paraíso rural". Porque para ella ha sido pasar de la precariedad a la estabilidad. De la incertidumbre al bienestar. De responder siempre "no sé, pero aprendo rápido" con tal de optar a un sueldo a cultivar en su propia vivienda. "Teníamos muchos líos. Mi marido recogía chatarra cuando podía, pero estábamos en casa sin poder pagar ni el alquiler de 400 euros. Todo el día pensando en qué comer. Aquí él tiene un sueldo fijo y no tenemos miedo", cuenta Fátima, que por eso va a llamar Libertad a su próxima niña. "Es que te sientes libre. Y la gente es muy amable", resume, rodeada de sus vástagos, de entre 13 y tres años.
Fátima luce esperanzada. "Es que, pase lo que pase, tengo mis lechugas y mis animales", justifica. Como Yennifer Legua, su vecina desde hace semanas. Originaria de Lima, en Perú, esta chica de 30 años se ha mudado con sus tres hijos y su esposo a la misma urbanización que ella. "Estamos mucho mejor", coincide delante de un almuerzo con su hermana y su madre, que la visitan por primera vez después de que pasara el COVID-19 en el hospital y tuviera que guardar cuarentena. "Es hermoso, es un relajo", dicen ellas al unísono, agradecidas a la asociación y a la posibilidad de escapar de la miseria.
"Me echaron del trabajo y nos hablaron del proyecto", rememora Legua, que era cuidadora. Se refiere al programa de la Fundación Madrina de realojar a gente en situación complicada por poblaciones cercanas a Madrid como Santa María del Berrocal, La Torre, Muñotello o Amavida, en la provincia de Ávila. Conrado Giménez, el fundador y responsable, cree que es una iniciativa bidireccional. Por un lado, ayudan a personas que se han quedado sin recursos en Madrid y les proporcionan un techo. Por otro, favorecen la repoblación de la llamada España Vacía y revitalizan la zona.
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Imagen de Santa María del Berrocal, en Ávila, donde se han realojado varias familias
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Rosi Sánchez, una de las maestras de la escuela de Santa María del Berrocal, en Ávila
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Cirilo Sánchez, vecino de Santa María de Berrocal de 88 años
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Reparto de comida entre voluntarios a la llegada a Santa María de Berrocal (Ávila)
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Yennifer Legua, una de las mujeres realojadas en Santa María de Berrocal (Ávila)
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El padre de Yennifer Legua, una de las mujeres realojadas en Santa María de Berrocal (Ávila)
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José Reviriego, alcalde de Santa María de Berrocal, donde han realojado a varias familias
Ya llevan unas 300 familias, según cálculos de Giménez. Explica con orgullo un proyecto surgido hace tiempo, pero que con la pandemia ha sufrido un colapso de solicitudes. "Implica tres erres: repoblar, reconstruir, reforzar", detalla el responsable, "porque no solo se ayuda a quienes se marchan, sino a quienes les reciben". En un país donde el campo ha ido perdiendo habitantes exponencialmente en los últimos años, la llegada de parejas con hijos es un empujón: de 2000 a 2018, los núcleos con menos de 1.000 personas se redujeron un 8,9%, según la estadística elaborada por EpData.
Les sirve para rehabilitar casas o darle vida al pueblo. "Están hacinados en sótanos o en habitaciones de pisos y lo cambian por casas espaciosas. Además, les damos libros, tablets o electrodomésticos", arguye, enumerando los sitios donde ya han recalado algunos de los incluidos en el programa y contando que están en negociaciones con varias universidades para intentar dar un paso más.
"Queremos estudiar cada área y ver cómo revitalizarlas económicamente. Hacerles un traje a medida. Incluso atrayendo a empresas grandes que quieran producir aquí ante el riesgo de que fallen las fábricas en China o Marruecos".
Para entender todo el croquis al que alude Conrado Giménez hay que ir poco a poco. Lo primero es saber su propia historia. Este hombre, que prefiere no dar su edad, se formó en biología molecular antes de recalar en varios puestos importantes de banca y estudiar los mercados bursátiles. Una tarde, hace ya dos décadas, le atropelló un coche y estuvo a punto de morir. Entonces tuvo una revelación: abandonaría su profesión y sus cargos, por muy lucrativos que fueran, por servir a los demás. Como creyente católico, se lo juró a Dios.
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Salió ileso y cumplió lo acordado. Él solo montó la Fundación Madrina, tirando de ahorros y donaciones privadas. Su idea de solidaridad se basaba en ayudar a las mujeres, principales vigas de la sociedad, tal como había visto en un viaje a Sudamérica. Hace lo mismo ahora, a pesar de que el proyecto se ha ramificado. Lo que iba a ser algo puntual, dirigido a madres vulnerables, es ahora un sistema de operaciones donde confluye la atención primaria, la entrega de alimentos, la consulta de ginecología o la reubicación en pueblos.
Todo empieza cada mañana en la Parroquia de Santa María Micaela y San Enrique, en el distrito de Tetuán, al norte de Madrid. Allí, centenares de personas se arremolinan frente a la fachada para recoger cajas con comida o productos de bebé. También se les hace gratuitamente una prueba serológica de COVID-19. "Tenemos psicólogos y asesores por si alguien tiene problemas con la Renta Mínima Vital", indica en voz alta Giménez desde la escalinata. "También hay opción de realojar a gente en pueblos", grita. Le escuchan con atención muchas mujeres con dos tipos de carro: los de bebé y los de la compra, donde portaran los lotes de pan, galletas, arroz o yogures. Acuden derivadas de Cruz Roja u otras asociaciones no gubernamentales.
"Allí se paga 100 o 150 euros por alquilar y hay opción de trabajar en el campo o en la construcción", continúa Giménez, que advierte de la importancia de adelantarse a los reveses de las deudas. "Justo ahora tenemos a una familia viviendo en un coche. No puede ser", suspira. Mientras, Carla Bargales, hondureña de 27 años, espera su tanda de pañales para un niño de tres meses.
"Llevo un año sin trabajar. Mi marido estaba en la construcción y en estos momentos va por rachas. Claro que me plantearía salir de Madrid", dice. Argelis Martínez, colombiana de 62 años, piensa igual: "Estoy con mis dos hijos en una habitación. La renta es de 350 euros y no lo podemos pagar, así que debemos 4.800 euros. Claro que preferiría irme".
Según Giménez, antes de la crisis sanitaria y económica, había más reticencias a salir. En la ciudad, por muy mala situación que atravesaran, todavía existía la posibilidad de encontrar algo y costearse la vida. Ahora, la imagen ha cambiado: no solo se hace cuesta arriba cada gasto extra como el transporte, sino que se percibe como algo más peligroso, más hostil. Y no acompañan las oportunidades: el paro ha ido subiendo en Madrid a lo largo de 2020 igual que en el resto del país (en diciembre se situaba en el 13,5%, con una media nacional del 16,13%). Comparándola con el precio de la vivienda, luz, gas y demás elementos cotidianos, la calidad de vida ha mermado.
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Recogida de carnés durante el reparto de alimentos en Madrid
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Voluntarios de la Fundación Madrina preparándose para el reparto de alimentos
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Conrado Giménez, de la Fundación Madrina, durante el reparto de alimentos en Madrid
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Voluntarios de la Fundación Madrina haciendo pruebas gratuitas de COVID-19
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Conrado Giménez, de la Fundación Madrina, de camino a los pueblos donde ha realojado familias
En un pueblo, sin embargo, vale la austeridad. Aunque no sean la panacea del empleo, no hay esa necesidad de ganar mucho. Por eso aparece como un camino a emprender: el éxodo inverso de la metrópoli al campo. Tamara Sánchez, por ejemplo, visita hoy Santa María del Berrocal con su marido y sus cinco hijos. "Es otro olor", asegura entusiasmada, "y podemos trabajar de lo que sea, como si es en el matadero".
Karen y José —de 31 y 36 años, respectivamente— muestran el mismo ánimo. Tienen siete niños que van de los seis a los 14 años. Él trabaja de mensajero, pero casi no les da para sobrevivir, así que ampliar horizontes es una buena salida: "Es más tranquilo y puedo pedir el traslado", cuenta él, nacido en Guayaquil (Ecuador). Generalmente, se mira cada caso, se intuye cómo encajarían y se les ofrecen los alojamientos públicos o privados que la Fundación tiene a mano. Luego hacen un par de visitas y se tramitan contratos.
"Hablamos con los ayuntamientos, pensamos en salidas laborales y hasta tratamos de que estén a poco tiempo de un hospital con pediatría", indica Giménez, que valora muy bien la acogida: "Al principio se puede pensar que, como son sitios pequeños, es más difícil, pero luego les gusta, agradecen que haya bullicio".
De momento no han tenido ningún problema. Al revés: las mudanzas han dado un toque de luz a esos parajes castellanos donde familias como las de Fátima García o Yennifer Legua se han establecido. José Reviriego, alcalde de Santa María de Berrocal de 71 años, casi hasta se alegra de ver roto el cristal de una farola en la Plaza Mayor: es una señal de que hay vida. "La dinámica ahora mismo no ha cambiado mucho porque acaban de llegar, pero caminan por la carretera al colegio y se les ve venir", explica este mandatario local, que aboga por limpiar la imagen del mundo rural y generar empleo: "Se ha demonizado el trabajo en el campo. Y si no se dignifica, no se puede vivir".
En su pueblo, de 403 habitantes, ha servido, al menos, para salvar la escuela. El curso pasado eran dos alumnos. Y estuvo a punto de cerrarse. Este, con 13, han tenido que poner un maestro más. Rosi Sánchez, profesora de 56 años e interina desde hace décadas, confiesa estar encantada. "La inspección iba a cerrarla y ahora estamos tres en el equipo docente", apunta quien espera la llegada de más alumnos: "Soy de aquí y sí que podía haber un poco de desconfianza, pero es que ahora los mayores dicen que qué alegría ver gente jugando en la calle".
Los dibujos del final de trimestre cuelgan de las ventanas. En las aulas donde se reagrupan los alumnos de primaria e infantil flota la espera de las vacaciones. En unos días, regresarán Sara o Aitor, hijos de Fátima García y Yennifer Legua. Hoy aprovechan para correr con la bici y mojar los pies en el río. "Está congelada", expresan. Sus madres sonríen. "Lo único que queremos es que estén bien. En el colegio tienen una educación individual que está mejorando sus notas. Y aquí les dejamos que salgan cuando quieran sin preocuparnos", asevera Yennifer mientras Fátima sigue enfrascada en la granja que ha montado y en aclarar si lo que le han dado son codornices u otro ave: "No sé… ¡Creo que son perdices!".
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