Aún falta rato para que el ambiente esté caldeado. No llega la medianoche en un Madrid gélido y LABtheClub ha abierto con la dinamita a punto. En los altavoces vibran los graves y en las pantallas se suceden dibujos psicodélicos. La discoteca —situada en una de las azoteas de la estación de Chamartín, al norte de Madrid— arranca con una sesión de platos que tendrá su culmen con el dj Maceo Plex, unas horas después. Hasta entonces, la fila avanza a trompicones y la sala comienza a verse más tupida de cuerpos elásticos que se balancean con la música.
En la pista principal, el espacio está acotado por sillones. Son los reservados a grupos, con servicio personal de camareros y una pantalla intrusa: desde cada estancia se puede usar este dispositivo para pedir bebida y comida o para chatear con otras mesas. Un servicio "novedoso" que simula las aplicaciones de ligoteo, en versión presencial. "Reabrimos el 28 de agosto por el virus y la verdad es que está funcionando muy bien", explica Juan Bisquert, responsable de comunicación del grupo al que pertenece el club, que también comprende un bar contiguo "más de afterwork" y un gimnasio.
"Se ha buscado que quepa todo tipo de público", explica Bisquert. Por la zona, lo normal es que más temprano caiga algún empleado de la zona, con enormes torres de oficinas y un nivel adquisitivo alto. Luego ya se convierte en un templo del tecno dentro de un circuito en el que permanecen vivos dos o tres más. 1.800 metros cuadrados para que chirríen los oídos de hasta 1.450 amantes del género, esta vez sin corsés laborales. "Aunque la edad media suele ser de 25", concede. Por eso, esta simulación de Tinder, en la que mandas mensajes a otras mesas, trata de calar en una franja con destreza en el manejo del match: según datos de Netquest publicados por El País, entre los 20 y los 34 es cuando más gente posee esta app instalada en su teléfono, superando el 12%.
Desde cada sillón de LABtheClub se puede escribir o enviar fotos y trasladar ese tecleo táctil del móvil a una tableta cuyo destinatario está al lado. "Forma parte de un proceso de adaptación. Y nos han dicho que lo quieren poner en otros sitios, así que estamos contentos", apunta Bisquert mientras enseña cómo se utiliza. En total hay 40 aparatos en 65 reservados, cada uno iluminado con un número y con un precio que oscila hasta los 180 euros, dependiendo de la cantidad de usuarios. Entablar una conversación se parece a elegir butaca de cine por internet: se pincha en el número, en naranja, y se pasa a la acción. "Está toda la noche, de jueves a domingo, hasta las seis de la mañana. Los sábados, por ejemplo, tenemos la sesión ¡Oh, Madre! con sonidos tribales y está a reventar", arguye.
Una imagen de LABtheClub, discoteca de Madrid con pantallas para chatear entre mesas
© Sputnik / Alberto García Palomo
La actual también empieza a coger brío. Algunos grupos se arraciman alrededor de una botella en las butacas. Otros deambulan con una copa por los pasillos. Casi nadie parece hacer caso de las pantallas. “Pssss… ¡Escucha!”, interrumpe Sebastián, un chileno de 36 años. Productor y músico, está más pendiente del ritmo que de lo que le pueda ofrecer una tableta digital. "Es innovador y está bien la idea, pero no es lo principal. Me gusta que haya y lo estamos investigando, pero vengo con otros objetivos", argumenta junto a Óscar Gamarra, de 33 años.
"Romper el hielo" es una de las expresiones que más aparejan al dispositivo. Fino, que es relaciones públicas del local, advierte que la máquina tiene un recorrido limitado: "Empiezas con la coña y al final hablas", resume este mexicano de 37 años. A él y sus colegas les parece "una herramienta más" del cortejo, pero no la única. "Es excelente. Da más facilidad, porque lo jodido es comunicarse al principio, pero luego te toca acercarte", suspira. De momento, ellos no la han usado. Lo han hecho en otro par de ocasiones que eligieron el club para rumbear, pero en estos instantes aún necesitan prender la llama: ni siquiera han terminado su primer vaso.
India Bustos encaja en el perfil de quien dialoga con desconocidos mediante aplicaciones virtuales, pero no termina de convencerle. "Tengo 25 años y soy de la generación que usa todo esto, pero creo que aparte del progreso está bien lo de hablar con alguien en persona, aunque suene nostálgico", reflexiona esta estudiante de historia del arte. A su lado, un par de chicas coinciden: "Me parece debuti, pero también puede ser incómodo saber que te están mirando. Más como mujer", indica una de ellas, confesando que ya se sitúa más cerca de los 40.
"Vengo por Marceo y la música. Aparte, llevo meses sin salir y es mi primera fiesta, así que solo quiero divertirme", comenta en otro sillón Carlos Sabando, de 29 años. Está con Alejandro Faade, de 21. Ambos son ecuatorianos y se han pedido el día siguiente libre, por lo que pueda pasar. "Somos cuatro y no nos vamos en toda la noche, pase lo que pase", afirma entre tragos, sin mucha intención de alterar sus planes por una pantalla.
Una imagen de LABtheClub, discoteca de Madrid con pantallas para chatear entre mesas
© Sputnik / Alberto García Palomo
Ya hay ajetreo en la barra y en los reservados. Algunos se van colocando frente a la mesa de mezclas. En las parcelas privadas hay una muestra heterogénea: predominan los grupos mixtos, pero hay parejas o núcleos de chicos o chicas solas. Dos de ellas son Daniela Sánchez y Andrea Ramírez, de 41 y 36 años respectivamente y nacidas en Lima y Santiago de Chile. Esperan a otras dos personas. Beben tranquilamente después de una jornada extensa y con el fin de semana nada más torcer. "Personalmente, le quita los cojones, como se dice acá", dice Daniela, que lleva más de un lustro en Madrid y se considera "una vieja" para chatear.
"Además, ya lo uso fuera de aquí. Estamos todo el día rodeados de estas cosas. Aquí es mejor bailar, hablar. Creo que se está perdiendo un poco esa gracia", cavila.
Mientras crecen las expectativas por la actuación estrella, en los sillones se tiende más al brindis grupal que a la pantalla. Las manos ya apuntan al cielo movidos por el compás de los sintetizadores. Las suelas se despegan rítmicamente y, con la explosión del dj, brincan sin hacer caso a chats. En la explanada de la puerta, sobre las vías del tren y con un aire de guillotina, Carlo Ali Medina e Íñigo Fernández apuran un cigarrillo antes de entrar. "Lo del Tinder me parece completamente useless", opina uno. "Somos del 88 y a lo mejor ya no nos atrae tanto. Lo nuestro es más de los colegas, las risas, meternos en el barullo… A lo mejor para otros chavales de menos edad sí", añade el otro. "De todas formas, si sirve para pillar, perfecto. Ya te contaremos", se despiden.