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De oficinista enfermo a tatuador de éxito en Barcelona: el venezolano que cumplió sus planes

Robbie Flaviani tiene 36 años, un estudio en esta ciudad y clientes de medio mundo que pasan por sus agujas. En Valencia, la ciudad próxima a Caracas donde nació y se crio, sufrió una dolencia crónica y la pena por renunciar a su pasión.
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De sobra es sabido que la Historia, en mayúsculas, la hacen las personas normales y corrientes. Para contar un periodo concreto no valdrían solo los discursos oficiales, sino los testimonios de aquellos que lo viven de primera mano. Si encima, ese relato comprende la huida y la superación, debería observarse como el interés de lo único y, a la vez, extrapolable. El caso de Robbie Flaviani podría servir de ejemplo. Este venezolano de 36 años atesora experiencias que ilustran varios ángulos de la actualidad. Uno es la situación de su país de origen y otro, por centrarnos en lo llamativo, su paso de la enfermedad al cumplimiento de su pasión.
Para eso hay que retroceder unos años. Pongamos que estamos a principios de siglo XXI en Valencia, una ciudad del norte de Venezuela que en 2015 sumaba casi 900.000 habitantes. Allí estaba Flaviani, a punto de terminar las enseñanzas medias y con un objetivo en su cabeza: ser músico. Allí también estaba su familia —o, mejor dicho, su madre, pues el padre vivía con otras dos hermanas en Caracas desde un temprano divorcio— convencida de que esa ilusión no le llevaría a ningún sitio y que lo mejor sería centrarse en algo útil.
Con esa negación implícita en el día a día —en sordina, de fondo— Flaviani montaría su banda y haría sus pinitos como profesor de kárate, pero terminaría cediendo: al acabar el Bachillerato se matriculó en la universidad para formarse como contable. Pronto consiguió un empleo de oficina. "Tenía facilidad para los números, pero no me gustaba", puntualiza. El horario fijo y sus idas y venidas contentaban en casa. Sin embargo, a él le empezaba a notarse mal. "Tuve muchos problemas personales, con la familia y con mi pareja de entonces", resume.
En lo referente a la familia, la preocupación era esa de haber dejado pasar sus anhelos por el trabajo complaciente. A pesar de que el anterior intento de alcanzar su sueño le había costado hasta dos meses sin hablarse con sus progenitores. "Sufrí mucho, porque no estaba a gusto con lo que hacía y tuve una pérdida muy grande: la chica con la que estaba se quedó embarazada y no lo quiso", confiesa a Sputnik. Lo hace desde Essen, en Alemania, a donde llegaremos unos párrafos más adelante.
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Antes hay que subrayar otro revés importante. Flaviani, que "no estaba psicológicamente preparado para enfrentarse a su madre", comenzó a sentir cosas extrañas: dolores en articulaciones, inflamación de los ganglios linfáticos, cansancio, alopecia injustificada… "Se me caía el pelo a puñados, solo por tocarlo. Me pilló con lo del trabajo, yo estaba con estrés muy grande y me sentía muy frustrado. La oficina era como una cárcel. No sabía qué hacer. Tenía ciertos patrones adquiridos y no sabía cómo enfrentarme al mundo exterior o gestionar lo que sentía. Estaba perdido, desorientado. Lloré y sufrí mucho", repite.
Y acudió al médico. Con 23 años, su actividad se veía condicionada a un cuerpo deteriorado, como de más edad. Le hicieron pruebas de todo. Se plantearon lupus o cáncer. Pero el diagnóstico fue otro: artritis reumatoide. A ese trastorno inflamatorio se le sumaba un bruxismo visible (apretar con tensión la mandíbula, generalmente durmiendo) o una invisible angustia. "Tuve que ir a un cirujano maxilofacial porque crujía los dientes hasta de día", comenta.
Gracias a este profesional vio que aquel comportamiento físico provenía de dentro. De la separación de sus padres cuando no llegaba al año, del abandono de sus sueños, de la paralización para coger las riendas de sus pasiones. Se citó en varias ocasiones con el doctor y luego habló con sus progenitores. Les contó todo. Les regañó por algunas cosas. Hasta que, casi, les perdonó. "Aún estoy perdonándoles", agrega. Una decisión que se transformó en consuelo. Y ese consuelo en un cambio radical: dejó de fumar y beber, cambió la dieta (adiós refrescos, adiós café), se puso a dibujar y a tocar los instrumentos olvidados. Despertó, cual mano de nieve que arranca sus notas, ese arpa silenciosa y cubierta de polvo, como diría el poeta.
Iniciaba además una relación con una chica tatuadora, y eso le impulsó a probar. Dio sus primeros pasos en Valencia, pero las trabas le hicieron dar lo que sería su segundo hito. "Allá había mucha delincuencia, cortes de luz que me impedían trabajar... Me cansé y busqué calidad de vida. Necesitaba paz, tranquilidad", aduce. Con 30 años y pasaporte italiano (debido a la ascendencia materna) voló hasta Roma para establecerse en Pescara, a orillas del Adriático.
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Se casó y aguantó unos meses en esa urbe y en un pueblo cerca de Roma, pero se le quedó pequeño. Así que (siempre junto a su pareja, con quien se había casado) se mudó a Barcelona, donde tenían conocidos y se palpaba movimiento. Ya nos plantamos en 2016. El romance terminó, pero la pasión se afianzó. Y aún mejor: su dolencia se desvaneció.

"En cuanto llegué a Europa fui a un médico y no me vio nada. No se lo creía. Pensaba que era mentira lo que me habían visto, porque era imposible. Ya no tomo ni pastillas", exclama.

"Fue muy difícil", rememora, "pero poco a poco iban saliendo cosas". Y ahora es cuando un fundido traslada al presente y se suceden escenarios: de esta ciudad "de vanguardia" se movió a Canadá, Colombia, Inglaterra, Estados Unidos, Holanda o a la mencionada Alemania. Llegó a pasar temporadas largas fuera. Y en 2019 abrió un local cerca de la Plaza de España con un socio. "Justo antes de la pandemia", apunta. Ya empeñaba sesiones de 12 horas y tintaba composiciones de hasta 1.000 euros. Su estilo, indudablemente realista: calca animales, flores, rostros o peticiones más oníricas y simbólicas. A su local llaman extranjeros para reservar turno.
Robbie Flaviani había conseguido lo que quería. "Barcelona me ha dado mucho. Mirando atrás, no cambiaría nada. Estoy agradecido a mucha gente que me ha ayudado, incluso a mi expareja. Si no fuera por ella, quizás estaría haciendo otra cosa. Creo que ella tuvo que llegar a mi vida para encontrar algo por lo que tengo pasión", cavila una mañana cualquiera de 2021. El venezolano ni siquiera suprimiría las etapas de cierre por las medidas contra el COVID-19 o el extraño periodo actual.
"Cuando se aflojaron las restricciones, la gente estaba como loca. Se tatuaba como si no hubiera un mañana. Ahora parece que ha bajado. A ver qué pasa y cómo podemos resistir. Hay que tener paciencia", zanja ahora desde el mencionado estudio alemán, en Essen, con su socio en Los Ángeles, a miles de kilómetros de su tierra natal y sin síntomas de aquella artritis reumatoide. Esa serenidad a la que invoca es la de alguien normal, que advierte su suerte y, también, su reflejo en otras tantas personas en la misma situación. Todas esas que, en conjunto, escriben en minúsculas lo que luego se registra como la Historia, en mayúscula.
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