- ¡No regalen la pelota! ¡Levántenla!
Carlos Rocha da órdenes en medio de un tumulto de balones y conos fosforitos. Los jugadores, con petos verdes sobre ropa de calle, van turnándose en una pachanga de siete contra siete o practican el tiro de falta con una barrera que prefiere desviar la mirada al cielo. Pesan los grados centígrados de las cuatro de la tarde en el parque de El Retiro y el sudor resbala por la piel. Rocha, nacido en Lima hace 43 años pero criado en Venezuela y con una estancia dilatada en República Dominicana, insiste en las indicaciones:
- ¡Avancen, no se me despisten!
A quienes guía en este campo de césped artificial es a los Dragones de Lavapiés, un equipo nacido en este barrio de Madrid que refleja su espíritu multicultural. Sus integrantes provienen de hasta 51 países y no necesitan cumplir ningún requisito físico o legal para ser parte de un proyecto que trasciende lo deportivo: al fútbol le acompaña una filosofía de inclusión, apoyo y solidaridad.
"Siento que esto les sirve para muchas cosas. Lo primero, libera mucho estrés, que es habitual en sus situaciones. Y les ayuda a saber llevar la vida de otra manera", comenta Rocha, que se manifiesta "totalmente identificado" con el grupo al que lleva entrenando dos años. A su alrededor trotan chavales de entre 17 y 26 años. El 4 de julio salen hacia el País Vasco para disputar la Donosti Cup, un campeonato internacional donde han sido invitados por tercera vez y que intercalan entre las temporadas de liga municipal en la que participan.
En esta ocasión, el organizador tenía una razón extra para convocarles: quería reconocer su labor durante la pandemia, en la que no solo han seguido siendo un catalizador del malestar confinado de los jóvenes, sino que también han repartido comida, ropa, libros u ordenadores. "Son gente luchadora, guerrera. Tú les mandas que se tiren a la pared y lo hacen, porque son entregados", describe Rocha en tono jocoso.
Varios miembros de Los Dragones de Lavapiés en un reparto de comida durante la pandemia
© Foto : Cortesía de Luis Castillo
Desde un banquillo animan Dolores Galindo, la presidenta, Ana Sánchez, vicepresidenta, y Rocío Gómez, seguidora. Las tres son testigos desde sus inicios, hace siete años, de cómo ha ido creciendo el grupo y del papel que ha tenido dentro del barrio y de los participantes. "Empezamos siendo unos 80 con cuatro chicas y ahora somos unos 320", explica Galindo. Unos 200 son varones y 120 mujeres, de todas las edades y países: en Los Dragones de Lavapiés hay refugiados, menores no acompañados (los denominados menas) y vecinos de esta zona madrileña conocida por su diversidad cultural.
"Lo único que hemos hecho ha sido facilitar esa adaptación, y surgió como un paso natural del espíritu del barrio", explica la presidenta. Vieron la necesidad por varias razones. La primera era conocer esa realidad de sus calles, donde cada día se mezclan personas de diferente naturaleza, con problemas económicos o de residencia y un estado de ánimo en consonancia. Otra, la falta de acceso y equipamiento en el distrito. "Queríamos formar una red de solidaridad y proporcionar medios para practicar este deporte", arguye Galindo, a la que el fútbol, confiesa, le traía sin cuidado.
A esa iniciativa modesta le dio un impulso la publicación del proyecto en varios medios de comunicación, el apoyo de locales del barrio o la coordinación con CEAR (La Comisión Española de Ayuda al Refugiado), Accem y otras oenegés que trabajan con personas en situación de vulnerabilidad. "La idea principal era una: que cupiese todo el mundo", resumen sus fundadoras. Para eso tenían que eliminar cuotas (aunque ahora se pagan 10 euros al mes que se destinan a la compra de material o los viajes como el de la Donosti Cup) y no centrarse solo en las aptitudes con el balón, sino en las ganas.
"Hemos tenido casos de niños que decían que era el único sitio en el que les habían aceptado", lamenta Galindo. En Los Dragones de Lavapiés hay chicos recién llegados en embarcaciones clandestinas, chicas con hiyab que no se habrían atrevido a saltar a una cancha o entusiastas que compatibilizan sus quehaceres con el club. Nadie tiene una barrera, a pesar de que su crecimiento exponencial ha impuesto cierto control. "Ya hay unos 15 entrenadores y 20 equipos", justifica Galindo, que enumera los diferentes espacios que les prestan sus instalaciones y suspira pensando en lo que está por venir: el torneo de los mayores y un campamento a lo largo de julio con la inscripción de 100 personas.
Cuando lo montaron, comenta la presidenta, el planteamiento era sencillo. Pretendían que fuera un espacio de evasión y disfrute. Además, era un medio para olvidarse de algunas coyunturas personales y crear lazos. "Es un tiempo en que te distraes de los problemas, te sientes seguro e incluso aprendes el idioma", afirma Galindo. "El fútbol es un gran activo", añade Sánchez, la vicepresidenta. A ambas les dio el espaldarazo definitivo un episodio desagradable que demostraba sus peores augurios: que el racismo existe.
En un partido insultaron a varios chicos de Los Dragones por su color de piel. Además, dicen, son comunes los comentarios despectivos: "Eso fue lo que nos enganchó", apunta Galindo, "porque es muy doloroso". En algunos, el rechazo por su país de origen o la intemperie en que se encuentran les genera hostilidad, y aquí siembran paz y tranquilidad. De hecho, tanto las cabezas del proyecto como Gómez recuerdan casos muy positivos.
Rememoran, por ejemplo, el de Moha y Hassan, dos marroquíes de 16 y 18 años que estaban atravesando una etapa muy dura y el equipo les dio una pandilla. "Hay muchos que están muy solos y tampoco saben cómo o dónde relacionarse si acaban de llegar", defienden, contando cómo estos dos chicos terminaron volviendo a su país y aludiendo a otro caso ilustre: el de Babu, un senegalés que cruzó en patera hasta España y vio cómo moría parte de sus compañeros.
"Era alucinante su actitud. ¿Cómo era posible que alguien con esas circunstancias ayudara al resto?", se preguntan, deletreando la sucursal que llevó a cabo después en su ciudad de nacimiento: Los Dragones de Keur Babou Ndiity.
"Te permite tener la mente organizada y la magia es que no solo ayuda a los refugiados o a niños tutelados, sino a todos", resuelve Galindo antes de visitar el Guernica, en el Museo Reina Sofía, junto a los que entrenan para la Donosti Cup. Quieren agregar un toque de historia e información antes de que se marchen al norte, aunque se agota la hora reservada para su uso y ellos siguen corriendo de una portería a otra.
Salvo Nacho Martín, de 20 años, que descansa en un lateral. "Hacía mucho que no jugaba", admite. Él es de una localidad del noroeste de Madrid, pero tiene un amigo en el equipo. "Sé que tiene una labor de integración social y está guay que esa sea la piedra angular", anota. Alia y Bae, de Guinea Conakry y Malí, asienten. Con 22 y 19 años respectivamente, llevan unos meses en el club y reconocen estar "muy bien". "Hablé con una persona y todo muy bien", repiten a duras penas en castellano.
Krish Siam Miah les echa un cable. Es veterano porque lleva cinco años portando el dorsal de esta formación de camisetas amarillas en su equipación oficial y un escudo con esa especie mitológica que les da el nombre. El mismo tiempo que la edad con la que llegó a España desde Bangladés. Ahora acaba de estrenar los 18 y en Los Dragones se siente "a gusto".
"En otros equipos no me pasaba lo mismo. Cuando me metí en este, por compañeros del instituto, estuve genial. Sinceramente, para mí es una familia", sentencia Siam Miah, que estudia un curso de comercio y cree que así demuestran "que la gente de barrio tiene lo suyo".
Mientras el bangladesí valora al club, que está inscrito en la red europea Football Against Racism, y otros miembros de Colombia, México o Marruecos se salen por la banda para estrujar una botella de agua y beber unas últimas gotas, Carlos Rocha continúa con sus lecciones y sus pitidos:
- Colóquense bien, no se me desconfiguren.