La fragmentada oposición, personificada en el candidato y diputado Muharrem Ince, se las prometía felices, pensando que su apoyo popular iba a ser suficiente para forzar una segunda vuelta en las elecciones presidenciales celebradas el domingo 24 de junio. No fue así. Erdogan logró el 52,6% de los sufragios frente al 30,6% de Ince.
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Todo esto supone la culminación de un sistema que se ha ido engrasando durante los últimos 15 años. La difícil situación económica y las detenciones masivas de periodistas, militares y otros grupos sociales sospechosos de participar en el fallido golpe de Estado de julio de 2016, no han sido razones suficientes para apartar a Erdogan de la cima, pero han polarizado aún más a la sociedad.
La victoria de Erdogan tendrá importantes consecuencias en el Viejo Continente. Las relaciones entre Ankara y Bruselas seguirán siendo bastante complejas. El ingreso en la Unión Europea, un viejo deseo siempre prometido, se antoja ahora más lejano que antes.
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También es cierto que desde que él llegó al poder, el Producto Interior Bruto (PIB) por habitante de Turquía se ha multiplicado por tres y que el país, destacado miembro de la Alianza Atlántica, se ha transformado en un actor de primer orden de la escena regional que busca sus propios intereses.
El exalcalde de Estambul seguirá siendo la máxima autoridad estatal cinco años más, hasta 2023, fecha en la que se cumplirá el primer aniversario de la fundación de la República de Turquía por Mustafá Kemal, Atatürk.
El color naranja, símbolo del partido de Erdogan, ha sido el mayoritario en toda la península de Anatolia si se exceptúan las zonas del sureste, donde el prokurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP) afianzó su hegemonía al superar la barrera del 10% de los votos nacionales que da acceso al Legislativo; y la costa mediterránea y Tracia, región fronteriza con Grecia, donde el socialdemócrata y laico Partido Republicano del Pueblo (CHP) fue el más votado.
El New York Times también editorializaba con vehemencia sobre este asunto. Y ya solo el título era muy provocador: "Erdogan no ha matado la democracia en Turquía todavía". El artículo suscrito por el editor y el director del influyente periódico neoyorquino criticaba su "comportamiento autoritario" e "imperial" y sus "esfuerzos determinantes" para "corromper el sistema" con el plan de ser "un sultán otomano moderno". Así mismo reprobaba sus relaciones amistosas con Rusia, que le va a suministrar sofisticadas baterías de misiles tierra-aire S-400 no integradas en la estructura militar de la OTAN, y sus habituales roces con Estados Unidos a propósito de los kurdos en Siria e Irak.
El protagonista de esta historia parecía poco afectado por las reacciones que levanta su triunfo. "Hemos recibido el mensaje que nos han dado las urnas. Lucharemos incluso más con la fuerza que estas elecciones nos han proporcionado", declaró en Ankara ante miles de simpatizantes. Después de puntualizar que Turquía era "un ejemplo para el resto del mundo", se comprometió a "combatir a las organizaciones terroristas", "a continuar luchando para hacer más libre la tierra siria" y a aumentar el "prestigio internacional" de la nación.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK